Patxo Unzueta *
En los últimos meses se ha hablado bastante de editoriales periodísticos: de los dos de El País, en septiembre, que criticaban la política económica y los métodos de gobierno de Zapatero; y del publicado por 12 periódicos catalanes sobre el recurso contra el Estatut. El eco de los primeros es un síntoma de la actual relación entre la política y los medios: el impacto y credibilidad de la opinión editorial de un diario es proporcional a su distancia respecto a la adscripción que se le presupone. El otro es símbolo de lo contrario: de la búsqueda de impacto por la vía de subrayar la unanimidad sin disidencia posible.
Pero, ¿qué es un editorial? Una definición mínima podría ser ésta: un artículo en el que se ofrece un razonamiento que permite interpretar y valorar un hecho controvertido. De acuerdo con ella, un modelo clásico de editorial sería aquel en que se dieran argumentos a favor y en contra de algo para, tras ser sopesados, conducir a una conclusión, que es la que hace suya el periódico. Es un modelo que recuerda el de las sentencias judiciales. Su eficacia depende de la limpieza y objetividad con que se presentan los argumentos contrarios a la tesis que se defiende. El puro sarcasmo, la caricatura de lo que se pretende refutar, suele ser señal de debilidad argumentativa.
Raymond Aron, el amigo de juventud de Sartre, editorialista durante 30 años de Le Figaro (tras haberlo sido del Combat de Camus, junto a éste), cuenta en sus Memorias (Alianza. 1985) que su método de trabajo consistía en “enumerar en primer lugar los argumentos de signo contrario” y tratar de refutarlos. Según Popper, lo esencial de la actitud racionalista es la disposición a escuchar argumentos en contra y a aprender de la experiencia.
La servidumbre de la rapidez, agravada por la presión de Internet, está dejando en desuso esa actitud racionalista. El más conocido editorialista de la transición, Javier Pradera, escribió poco después de dejar de serlo que la “carga del periodista” es tener que “pronunciarse en una hora allí donde los políticos pueden tomarse días de reflexión, los profesores meses de cavilación y los historiadores años de investigación”.
Pero además de la prisa influye la actitud. Los males del periodismo son los mismos que afectan a la política: el sectarismo y la superficialidad; y una consecuencia de ello es la pérdida del gusto por la argumentación, sustituida por la reafirmación del sentimiento de pertenencia, ya sea ideológica o nacional. En su polémica con Sartre, Camus se rebelaba contra quienes creen que basta con instalarse en el sentido de la marcha de la historia para tener razón. O con calificar a una cierta violencia como progresista para que los fines justifiquen los medios. Para él, un hombre rebelde es ante todo “un hombre que dice no” (pero que es capaz de decir sí).
La actitud de “observador comprometido” de que habla Dahrendorf (La libertad a prueba. Trotta, 2009) implica un cierto escepticismo, pero no indiferencia. Escepticismo para resistir los ataques de unanimidad que periódicamente uniformizan a las sociedades, pero también disposición a reconocer que las razones de los demás pueden ser para ellos tan sagradas como para nosotros las nuestras. No para buscar un punto intermedio, sino para tomarlas en serio e intentar refutarlas.
Pronto se cumplirá un año del fallecimiento de Javier Ortiz, columnista de Público y antes de El Mundo, del que también fue editorialista. En un artículo publicado en este último periódico (7-10-1993) llamaba la atención sobre la singularidad de la labor del editorialista, que, a diferencia del resto de los periodistas, que cada mañana ven su nombre al frente de lo que han escrito, trabaja de manera anónima, casi clandestina, y ni siquiera puede decir exactamente lo que piensa, sino lo que piensa que piensa el periódico para el que trabaja. Pero añadía que los directores combaten esa frustración dejando que sus editorialistas se desfoguen publicando columnas firmadas.
Un precedente de esto fue el acuerdo al que llegó Camus en 1944 con los editores de Les lettres francaises con motivo de la pena de muerte contra un colaboracionista, a la que el autor de El extranjero se oponía por principio. El artículo que había preparado para publicar sin firma apareció con la suya, encargándose a otro redactor el editorial de aquel número.
Camus comenzó a escribir en Combat cuando era un panfleto clandestino de la Resistencia, y fue su principal editorialista a partir de la Liberación. Jean Daniel ha recordado en un libro reciente (A contracorriente. Gutenberg, 2008) las desviaciones que según Camus acechaban al periodismo: el sometimiento al poder, la obsesión por agradar a cualquier precio, la mutilación de la verdad con un pretexto comercial o ideológico, el halago a los peores instintos, el gancho sensacionalista, la vulgaridad tipográfica. Que resumía como “desprecio a los interlocutores”.
Albert Camus nunca renegó del periodista que fue en nombre del escritor que era. El lunes se cumplieron 50 años de su fallecimiento en un accidente de coche.
* Patxo Unzueta es colaborador del diario español El País, donde publicó este artículo.